Arenas de Arabia

Wilfred Thessiger fue un viajero inglés que recorrió el cuerno de África y el desierto de Arabia desde los años 30. Recopiló sus experiencias entre los bedu en un libro hermoso llamado Arenas de Arabia, del que extraigo los fragmentos que siguen con la intención de mostrar (como aquí) la enorme variabilidad de la experiencia humana, de las costumbres y formas de relacionarse, de modo de no caer en la naturalización de nuestro modo de vida actual. Prefiero no añadir comentarios a cada extracto:

compañeros de viaje

Las sucesivas civilizaciones cuya prosperidad hizo que los romanos llamaran a esta parte de Arabia Arabia Felix se habían dado más hacia el oeste. Los mineos habían desarrollado una civilización ya en el año 1000 a.C., en la parte nororiental del Yemen. Eran comerciantes, con colonias que llegaban por el norte hasta Maan, cerca del golfo de Aqaba, y dependían para su prosperidad del incienso de Zufar que comercializaban en Egipto y Siria. Fueron sucedidos por los sabeos, a quienes a su vez sucedieron los himiaritas. Esta civilización de Arabia del Sur, que subsistió mil quinientos años, llegó a su final a mitad del siglo VI a.C., pero mientras duró esta tierra remota adquirió una reputación de riqueza fabulosa. Durante siglos Egipto, Asiria y los Seleucidas maquinaron y lucharon para controlar la ruta del desierto a lo largo de la cual se transportaba el incienso hacia el norte, y en el año 24 a.C. el emperador Augusto envió un ejército a las órdenes de Aello Gallo, prefecto de Egipto, para conquistar las tierras donde se originaba esta valiosa goma. El ejército marchó hacia el sur durante mil quinientos kilómetros, pero la falta de agua acabó por forzar la retirada. Ésta ha sido la única vez en que una potencia europea haya intentado jamás invadir Arabia.
Al entrar en Salalah pasé una pequeña caravana, dos hombres con cuatro camellos atados en fila, y cuando le pregunté al guarda que me acompañaba me dijo que los camellos llevaban mughur o incienso. Hoy, sin embargo, el comercio es pequeño y de escaso valor, de importancia pareja en el mercado de Salalah a la compra y venta de cabras y leña. (pp 59-60)

Mientras hablaba con Amair, uno de los esclavos del wali se acercó y me dijo con malos modos que me estaba prohibido hablar con desconocidos. Le contesté que Amair no lo era y que se ocupara de sus asuntos. Se alejó refunfuñando. Los esclavos que pertenecen a hombres de importancia son con frecuencia despóticos y maleducados, y se aprovechan de la posición de sus señores. Los árabes tienen pocos prejuicios, si es que tienen alguno, respecto al color de la piel: socialmente tratan a un esclavo, por negro que sea, como a uno de los suyos. En cierta ocasión, me hallaba yo en el Heyaz sentado en el salón de audiencias de un amir que era pariente de Ibn Saud, cuando un anciano negro ricamente ataviado que pertenecía al rey hizo su entrada en la habitación. Tras alzarse para darle la bienvenida, el amir sentó a este esclavo a su lado, y durante la cena le sirvió con sus propias manos. Los gobernantes árabes encumbran a los esclavos a posiciones de gran poder, y a menudo confían en ellos más que en sus propios parientes. (pp. 102-103)

Siempre hay problemas si la carne no se divide en lotes. No pasa mucho tiempo sin que alguien diga que se le ha dado más de lo que le toca y trata de pasarle un trozo a otra persona. A ello siguen grandes discusiones y grandes juramentos por Dios, en los que todo el mundo insiste en que se le ha dado demasiado, llegándose finalmente a un punto muerto que sólo puede arreglarse dividiendo la carne en lotes… como debía haberse hecho en primer lugar. Nunca he oído a un hombre protestar por haber recibido menos de lo que le tocaba. Tal comportamiento sería inconcebible en un bedu, porque tienen gran cuidado en no parecer nunca avariciosos, y son rápidos a la hora de notar que alguien lo es. Recuerdo la historia de un muchacho bedu pobrísimo quien contó a su madre que le gustaba cenar cuando no había luna porque así sus compañeros no podían ver cuánta comida cogía. Su madre le aconsejó:
-Siéntate con ellos en la oscuridad y corta un pedazo de cuerda con la hoja de tu cuchillo puesta del revés.
El muchacho así lo hizo aquella misma noche. No había luna y estaba muy oscuro, pero en cuanto cogió el cuchillo una docena de voces gritaron:
-¡Lo has cogido del revés! (pp. 113-114)

Fue una extraña coincidencia que en el momento en que, con la ayuda de armas modernas, se ponía bajo control a los bedu del desierto de Siria, en Arabia central reinara el rey más grande de toda su historia. Abd al Aziz Ibn Saud ya había roto y metido en cintura a las tribus más poderosas de la península antes de introducir un solo coche o aeroplano en su reino. La paz que había impuesto normalmente habría desaparecido con su muerte, y el desierto habría revertido al estado de anarquía necesario a la sociedad bedu; pero yo sabía que las innovaciones mecánicas que había introducido permitirían a sus sucesores mantener el control por él establecido. (…)
La sociedad en la que viven los bedu es tribal. Todo el mundo pertenece a una tribu y todos miembros de la misma tienen algún grado de parentesco puesto que descienden de un antepasado común. Cuanto más cercano es éste tanto mayor es la lealtad que un hombre siente por los integrantes de su grupo, y dicha lealtad está por encima de los sentimientos personales, salvo en casos extremos. En tiempos de necesidad un hombre apoya instintivamente a los miembros de su tribu, lo mismo que hacen ellos cuando él se encuentra en el mismo caso. No hay seguridad en el desierto para un individuo fuera de ese marco; ello hace posible que la ley tribal, basada en el acuerdo común, funcione entre la raza más individualista del mundo, ya que un hombre que se niegue a aceptar una decisión de la tribu puede, en última instancia, ser condenado al ostracismo. Es por tanto un hecho, por paradójico que parezca, que la ley tribal sólo puede funcionar en condiciones de anarquía, y se quiebra en cuanto se impone la paz en el desierto, ya que en condiciones de paz un hombre que no está conforme con una sentencia puede negarse a aceptarla, y si es necesario puede abandonar la tribu y vivir solo. No existe una autoridad central en el seno de la misma que pueda hacer cumplir la sentencia.
En el norte y centro de Arabia, la economía de la vida bedu se derrumbaba, al tiempo que se rompía la estructura de la vida tribal a consecuencia de la paz impuesta a las tribus y las interferencias administrativas desde el exterior. (…)
El descubrimiento de petróleo en el Golfo Pérsico había traído enormes riquezas a Arabia. Debido en parte a ello y en parte a la guerra, los precios en las ciudades se habían incrementado. En el desierto, los bedu necesitaban muy poco para mantenerse vivos. Sus rebaños les proveían de comida y bebida, pero tenían ciertas necesidades que no podían proporcionarse a sí mismos. Necesitaban ropas y cacharros de cocina, cuchillos, munición, cargamentos ocasionales de dátiles o grano, y lujos tan simples como un puñado de café o un poco de tabaco. Para conseguir todo esto iban a los mercados de los pueblos o ciudades y vendían un camello o una cabra, un poco de mantequilla, odres para agua, alfombrillas o alforjas. La vida en el desierto dejó de ser posible cuando los artículos, por más que escasos absolutamente esenciales, que los bedu habían podido comprar hasta entonces a cambio de los productos del desierto se volvieron demasiado caros para poder permitírselos, y cuando ya nadie necesitó las cosas que ellos producían.
Los bedu adoraban el dinero; hasta el mero hecho de manipularlo parecía emocionarles. Hablaban de él sin cesar. Discutían sobre el precio de un turbante o una cartuchera varias veces durante días.(…) A veces encontraba tediosa su preocupación por el dinero y les reprendía por su avaricia, y ellos contestaban:
-Es muy fácil para ti, que lo tienes en abundancia, pero para nosotros unos cuantos riyals pueden significar la diferencia entre morirse de hambre o no.
En los campos de petróleo los bedu encontraron el dinero con que soñaban. Podían ganar grandes sumas sentándose a la sombra a vigilar un depósito, o realizando trabajos que eran desde luego más fáciles que abrevar camellos sedientos en un pozo casi seco en mitad del verano. Había abundancia de buena comida, agua dulce en cantidad y muchas horas de sueño. Pocas veces habían tenido estas cosas con anterioridad, y ahora además les pagaban la ganga. Su amor a la libertad y la efervescencia que bullía en su sangre devolvió a la mayoría de ellos al desierto, pero la vida en él se volvía cada vez más difícil. Pronto se haría del todo imposible.
Aquí en el sur los bedu todavía no se habían visto afectados por los cambios económicos en el norte, pero yo sabía que no podrían escapar durante mucho tiempo a las consecuencias. Me parecía trágico que, por circunstancias que estaban más allá de su control, se convirtieran en parásitos proletariados acoclados alrededor de campos de petróleo entre la mugre y las moscas de ciudades-chabola en uno de los países más estériles del mundo. (pp. 123-127)

Por la tarde di a bin Kabina las ropas que le había traído y la daga de repuesto que llevaba en la alforja. Se la ciñó con orgullo. Un extraño habría supuesto que lo adecuado era mostrar agradecimiento, pero ésa no era la costumbre entre los árabes. Había aceptado mi regalo y no había necesidad de palabras. Habría otras formas de expresar su gratitud. (p. 141)

Acto seguido bin Mautlauq habló de la incursión en la que mataron al joven Salí. Él y otros catorce compañeros habían sorprendido a un pequeño rebaño de camellos saar. Los pastores habían lanzado dos disparos antes de escapar en los camellos más rápidos, y uno de tales tiros había alcanzado a Sahail en el pecho. Bakhit sostuvo a su hijo moribundo entre sus brazos mientras volvía cabalgando por la llanura con los siete camellos capturados. Sahail fue herido a media mañana, y vivió hasta la puesta de sol, implorando un agua que no tenían. Cabalgaron toda la noche para escapar a la inevitable persecución. Al amanecer vieron algunas cabras, y un pequeño campamento saar bajo un árbol en un valle poco profundo. Una mujer batía mantequilla en un cuenco, y un zagal y una zagala muñían las cabras. Había algunos niños pequeños sentados bajo el árbol. El muchacho fue el primero en verles e intentó escapar, pero ellos lo acorralaron contra un derrumbadero no muy alto. Debía de tener unos catorce años, un poco más joven que Sahail, e iba desarmado. Cuando se vio rodeado se metió los pulgares en la boca en señal de rendición, y pidió misericordia. Nadie contestó. Bakhit se deslizó del camello, sacó su daga y se la clavó al muchacho en las costillas. Éste cayó a sus pies, con el gemido “¡Oh padre mío! ¡Oh padre mío!”, y Bakhit no apartó la vista de él hasta que murió. Volvió a subir entonces a su silla, suavizado en parte su dolor por el asesinato que acababa de cometer. (…)
Vengativa como podía ser esta antiquísima ley de ojo por ojo y diente por diente, no por ello se me escapaba que ella y sólo ella impedía el asesinato a gran escala entre gentes que no estaban sometidas a una autoridad exterior, y que tenían pocos miramientos con la vida humana; porque ningún hombre implica por una fruslería a toda su familia o tribu en una deuda de sangre. Recordé que, en 1935, Glubb, describiendo a los bedu del norte, había escrito: “Resultaba curioso pensar que incluso en los anárquicos días en que imperaba el caos tribal en la Arabia desgobernada anterior a la ascensión de los Akhwan, o al actual establecimiento de la ley y el orden, había probablemente menos miedo y aprensión en el extranjero de lo que hay hoy en día en la pacífica Inglaterra”. Era fácil quedar impresionado por la falta de respeto de los bedu hacia la vida humana. Después de todo, mucha gente piensa hoy que es moralmente indefendible colgar a un hombre, incluso si ha violado y matado a un niño, pero yo no podía olvidar lo fácilmente que habíamos cobrado afición a matar durante la guerra. Algunas de las personas más civilizadas que yo conocía habían demostrado la mayor pericia. (pp. 142-143)

Por la mañana bin Kabina fue con uno de los bait imani a recoger nuestros camellos, y cuando volvió noté que ya no llevaba taparrabos debajo de la larga camisa. Le pregunté dónde estaba y dijo que lo había regalado. Protesté que no podía viajar sin llevar uno por los territorios habitados del otro lado de las Arenas ni en Omán, y que no tenía otro que darle. Añadí que debía recuperarlo, pasándole algo de dinero para que se lo diera al hombre a cambio. Arguyó que no podía hacer eso.
-¿De qué le va a servir el dinero en las Arenas? Quiere un taparrabos- refunfuñó, pero al final fue a hacer como le decía. (p. 181)

Sabía también que al Auf no había hablado en forma retórica cuando dijo que Dios era su compañero. Para estos bedu, Dios es una realidad, y la convicción de su presencia les infunde valor para soportarlo prácticamente todo. Dudar de su existencia sería para ellos tan inconcebible como blasfemar. La mayoría reza de forma regular, y muchos observan el ayuno del Ramadán (…)
Estos bedu no son fanáticos. Una vez viajaba con un grupo importante de rashid, uno de los cuales me sugirió:
-¿Porqué no te haces musulmán y entonces serías uno de nosotros de verdad?-. Ante lo que yo repuse:
-¡Que Dios me proteja del Diablo!
Se echaron a reír. Esta invocación es la que los árabes utilizan de forma invariable para rechazar algo vergonzoso o indecente. No me habría atrevido a usarla jamás de haber sido otros los árabes que me hubieran formulado esa pregunta, pero el hombre que había hablado no habría dudado en utilizarla si hubiera sugerido yo que se hiciera cristiano. (pp. 188-189)

Nos sentamos en un círculo de hambrientos a contemplar cómo preparaba bin Kabina la liebre, y a dar consejos. Crecía la expectación, porque hacía ya más de un mes que no comíamos carne, a excepción de la liebre que al Auf había matado cerca de Uruk al Shaiba. Probamos la sopa y decidimos dejarla cocer un poco más. Entonces bin Kabina alzó la vista y gimió:
-¡Dios! ¡Huéspedes!
Cruzando las arenas hacia nosotros venían tres árabes. (…)
Les saludamos y preguntamos qué noticias traían, preparamos café para ellos, y entonces Musallim y bin Kabina sirvieron la liebre y el pan y los pusieron ante ellos, añadiendo con toda la apariencia de sinceridad que eran nuestros invitados, que Dios les había traído, que hoy era un día bendito, y un buen número de comentarios similares. Nos pidieron que comiéramos con ellos pero nos negamos, repitiendo que eran nuestros invitados. Espero no haber tenido un aspecto tan homicida como los pensamientos que abrigaba mientras me unía a los otros asegurándoles que Dios los había traído a esta ocasión venturosa. Cuando hubieron acabado, bin Kabina puso un pegajoso montón de dátiles en un plato y nos llamó a comer.
Sintiéndome de muy mal humor me eché a dormir, pero me resultó imposible. (…) Reflexioné sobre esta hospitalidad del desierto y la comparé con la nuestra. Recordé otros campamentos en que había dormido, pequeñas tiendas en el desierto de Siria a las que había llegado por casualidad y en las que había pasado la noche. Hombres famélicos vestidos de harapos y niños de aspecto hambriento me habían acogido y dado la bienvenida con las sonoras frases del desierto. Más tarde habían puesto un gran plato ante mí, montones de arroz alrededor de un cordero sacrificado en mi honor, sobre el cual mi anfitrión derramaba dorada mantequilla líquida hasta que desbordaba en la arena; y cuando yo protestaba diciendo “¡Basta! ¡Basta!” contestaban que yo era cien veces bienvenido. Su pródiga hospitalidad siempre me había hecho sentir incómodo, porque sabía que por culpa de ella pasarían hambre durante días. Cuando me marchaba, sin embargo, conseguían que lo hiciera con el casi convencimiento de que les había hecho un gran favor quedándome con ellos. (pp. 222-223)

La noche anterior bin Kabina me había dicho que este hombre estaba enfermo, y me había acompañado al lugar donde yacía, detrás de una roca (…) Ahora estaba tendido donde había caído, y nadie le prestaba atención. No le encontré el pulso. Llamé a bin Kabina, y ambos lo levantamos y depositamos sobre una alfombra, donde lo cubrimos con mantas; los otros ni se fijaron (…). Tres días después se separó de nosotros, bastante recuperado.
Este incidente me dejó impresa la indiferencia de los bedu hacia la vida humana. El hombre estaba enfermo y si Dios lo ordenaba así, moriría. Era un extraño que procedía de una tribu sin ninguna relación con la suya. Que fuera un ser humano como ellos no hizo que nadie se interesara por él. Su muerte no les afectaba en forma alguna. Y sin embargo su código exigía que, por indeseado que fuera, lucharan en su defensa si alguien le atacaba mientras estuviera en su compañía. (p. 254)

La creencia general entre los ingleses de que los árabes mantienen encerradas a sus mujeres es cierta por lo que respecta a muchas de ellas en las ciudades, pero no entre las tribus. (…)
Sabía que en el resto del mundo árabe los familiares de una muchacha inmoral o, como ocurre en algunos lugares, de la que tan sólo se sospecha que lo es, la matan para proteger el honor familiar. Un inglés me contó un caso trágico (…).
Referí esta historia a mis compañeros y todos mostraron su desaprobación, y el viejo bin Kalut apostilló que era bárbaro matar a una muchacha incluso si había sido inmoral, y que entre ellos esas cosas no ocurrirían jamás. (p. 255-257)

Mientras escuchaba pensé de nuevo en lo precaria que era la existencia de los bedu. Su modo de vida les volvía fatalistas de forma natural: había tanto que escapaba a su control… Era imposible que previnieran un mañana cuando todo dependía de una lluvia fortuita, o cuando los bandidos, la enfermedad, cualesquiera de los mil y un sucesos impredecibles podían desposeerles de todo o acabar incluso con su vida en cualquier momento. Hacían lo que podían y no había otro pueblo más autosuficiente, pero si las cosas iban mal aceptaban su destino sin amargura, y con dignidad, como resultado de la voluntad de Dios. (p. 297)

La tarde siguiente, al ver negros nubarrones amontonándose al oeste, pregunté a Muhammad, sin pensar, si llovería, y él replicó de inmediato:
-Sólo Dios lo sabe.
Debía haber anticipado que aquélla sería la respuesta. Ningún bedu expresará jamás una opinión sobre el tiempo, ya que hacerlo sería reivindicar un conocimiento que pertenece a Dios. Le conté que en Inglaterra unos hombres sabios podían predecir el tiempo, pero ello bordeaba la blasfemia y él exclamó:
-Busco refugio del Diablo en Dios. (p. 322)

Algunos de ellos horrorizaron a mis compañeros al preguntarles por qué no me habían asesinado en el desierto para escapar con mis posesiones. Bin Kabina no cesaba de decir:
-Son perros e hijos de perros. Dicen que eres infiel, pero tú eres cien veces mejor que unos musulmanes como éstos.
Layla había sido uno de los baluartes de los akhwan, una hermandad religiosa militante dedicada a la purificación y unificación del Islam. (…)
En los primeros días del islam, cuando todavía nadie ponía en cuestión su fe, los árabes eran notablemente tolerantes en materia de religión. Pero para la gente de Layla yo era un intruso de una civilización ajena, que ellos identificaban con el cristianismo. Sabían que los cristianos habían sojuzgado la mayor parte del mundo musulmán, y que el contacto con su civilización había destruido o modificado de forma profunda en todas partes las creencias, las instituciones y la cultura que ellos amaban. (pp. 325-326)
Bin Kabina estaba sentado a mi lado remendando su camisa. Estaba desgastada y el día anterior se le había hecho un desgarro justo entre los hombros.
-¿Porqué no te pones tu camisa nueva? –le dije en tono irritado, pero no contestó y siguió cosiendo. Le pregunté otra vez, y contestó sin alzar la vista:
-No tengo otra.
-Vi la nueva con las puntadas rojas en tus alforjas hace unos días.
-La regalé.
-¿A quién?
-A Sultan.
-¡Por Dios!, ¿porqué lo hiciste teniendo sólo ese harapo que llevas?
-Me la pidió.
-¡Maldita sea! Le hice un magnífico regalo. De verdad, eres un loco.
-¿Qué querías, que me negase si me lo pedía?
-Desde luego. Podíamos haberle dado unos cuantos dólares más.
-Cuando te he pedido dinero siempre me lo has negado.
Eso era cierto. Varias veces me había pedido dinero prestado para dárselo a gente que lo solicitaba; recientemente me había negado a permitirle que tuviera más para detener esa incesante sangría de un dinero que más tarde necesitaría para sí mismo. Le había comunicado que le daría su parte en Muwaiqih. Probablemente necesitaría el que llevaba conmigo antes de que llegáramos allí. Observé que podía echarme la culpa y decirles que yo no le daba el dinero.
-Tendrás muy buen aspecto si nos encontramos con Yasir, vestido a medias con ese harapo -me quejé.
-¿Tengo que pedirte permiso antes de regalar mis propias cosas?-repuso enfadado. (pp. 414-415)
Me constaba que había realizado mi último viaje por el Territorio Vacío y que una fase de mi vida tocaba a su fin. Aquí en el desierto había encontrado todo lo que deseaba; sabía que nunca lo hallaría de nuevo. Pero no era sólo este dolor personal el que me afligía. Me daba cuenta de que los bedu con los que había vivido y viajado, y en cuya compañía tan bien me había sentido, estaban condenados. Algunas personas mantienen que serán más felices cuando hayan cambiado las penalidades y pobreza del desierto por la seguridad del mundo materialista. Lo dudo mucho. Siempre recordaré cuán a menudo me hicieron sentir consciente de mis propias limitaciones estos pastores iletrados que poseían, en mayor grado que yo, generosidad y valor, resistencia, paciencia y despreocupado heroísmo. Entre ningunas otras personas he experimentado jamás la misma sensación de inadecuación personal.
La última noche, mientras bin Kabina y bin Ghabaisha hacían un atillo con las pocas cosas que habían comprado, Codrai observó:
-Resulta bastante patético que eso sea todo lo que poseen.
Entendí lo que quería decir; había pensado lo mismo a menudo. Pero sabía que para ellos el peligro residía no en las dificultades de su vida, sino en el aburrimiento y la frustración que sentirían si renunciaban a ella. La tragedia era que la elección no sería suya; fuerzas económicas más allá de su control terminarían por arrastrarlos hacia las ciudades, donde holgazanearían por las esquinas como “mano de obra no cualificada”. (p. 435)

 

Acerca de Ezequiel

Marxista.
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8 respuestas a Arenas de Arabia

  1. Fran dijo:

    Respecto al texto, muy interesante. Esos comportamientos «antieconómicos» los apologetas del darwinismo social, del gen egoísta y del «economicismo» dirán que en realidad no lo son, y que hay como compensación una satisfacción individual. Pero esto hace estas premisas infalsables, porque sirven para explicar un fenómeno y su contrario. Es como los que hablan de comportamientos económicos en los animales, como si estos tuvieran una noción de lo que es la Economía, en base a determinadas conductas. Todos los animales interactúan con su entorno, y se adaptan o mueren, desde las bacterias a los mamíferos, pero de ahí a atribuirles pensamiento económico va un salto muy grande. Que es como atribuir un comportamiento económico a un río por ir formando su curso por los terrenos más favorables, como si este fuese tomando decisiones económicas propias. O a una planta por buscar sus hojas los rayos del sol. Puro positivismo y economicismo rancio.

    • Ezequiel dijo:

      «Pero esto hace estas premisas infalsables»
      Exacto, no se puede predecir el comportamiento por parte de una teoría que se basa enteramente en los comportamientos individuales. Además si las satisfacciones personales pueden ser tan distintas y de hecho de signo contrario a otras, se hace imposible agregarlas, con lo que no hay sustento para la curva de demanda neoclásica, como vimos en otro post.

  2. Fran dijo:

    Qué me puedes decir de esta cita que he descubierto hace poco de Marx. : «Después del gran servicio que prestaste al traducir El Capital, no puedo creer que te hayas unido al partido de los desocupados y delincuentes… El bakuninismo (o ese tártaro sentimiento que empieza a llamarse Anarchia) es el partido de las fulanas y los gitanos, a él solo acuden la descontenta masa campesina, iluminada y esotérica, mística y alocada, o eses sarnosos limpiabotas, mendigos y sicarios, que inevitablemente son tan enemigos del proletariado como la Reacción… Cuando el Proletariado triunfe deberá aplastarlos.” Suena un tanto inquietante, sobretodo lo de aplastar a todos esos colectivos. Alguien podría deducir sin más información complementaria, sin más contexto, un llamamiento a exterminar a los gitanos por ejemplo, lo cual choca con otra visión » humanista» de Marx. ¿ Qué me puedes contar de esto? Un saludo.

    • Ezequiel dijo:

      Sí, de acuerdo, no es un comentario que deba tomarse como modelo (de paso, me gustaría leerlo de la fuente). Salvo los stalinistas y los leninistas más dogmáticos (aunque esto posiblemente englobe a grandes mayorías dentro de la izquierda) pueden aceptar alegremente como necesidad revolucionaria eso de eliminar a la competencia en el nombre de una representación abstracta de la causa… tal como pasó con la traición a las milicias de Majno en Ucrania, y en otros casos.
      Sólo recientemente he empezado a familiarizarme con literatura anarquista, así que no puedo expandirme mucho, pero ciertamente creo que para evitar los peligros del vanguardismo (aunque en el propio anarquismo hay de esto, por lo variado de sus expresiones) viene muy bien que un comunista goce de una saludable esquizofrenia en la que una parte suya esté ocupada por lo mejor del anarquismo: la defensa de la libertad y la hostilidad hacia la autoridad, y sobre todo, el estado.
      Saludos.

  3. Fran dijo:

    Es una carta privada a Carlo Cafiero y creo que hay partes que se han cortado de la cita, por eso los puntos suspensivos, y en otras que he visto corchetes. Hay que decir que si estas ideas no las incorporó a sus textos publicos por algo sería. La frase se puede interpretar, de acuerdo al resto de la obra de Marx, como que tocaría inevitablemente enfrentarse con estos colectivos tan desideologizados, ( sicarios, mendigos….) que se venden al Capital facilmente, no como una política preventiva. En la novela de London, el Talón de hierro, pasa esto, la revolución proletaria se termina enfrentando al lumpen ( que es especialmente sanguinario) pero porque no le queda otra, porque este ya le ha declarado la guerra. La apreciación de los gitanos en general , vista hoy en día, puede resultar censurable, pero estamos hablando del siglo XIX, ( en España ha habido guetos para gitanos hasta los años 90 del siglo XX) y podemos recordar lo que decía Cervantes de estos u otras figuras ( sin menoscabo de estas). De todas formas, me toca un poco los cojones, que con los referentes de la » izquierda» parece que si no se es santo, y no se ha acertado en todo, se es un demonio, y bastan cuatro citas dentro de toda una trayectoria, ya sean de Neruda, de Marx o del Ché o de Bonafini para satanizarlos, y no es eso. Con esos baremos nos llevaríamos por delante cualquier figura relevante, porque los santos a todas las horas y todos los días no existen.Ahora se ha muerto el rey tirano de Tailandia, y como no es un rojo, pues nada a blanquear su historial en los mass media, y presentarlo como muy paternalista, pero muy querido, etc, etc. Si fuese rojo, ya cualquier desliz bastaría para demonizarlo. Un saludo.

    • Ezequiel dijo:

      Sí, conviene distinguir entre lúmpenes, pequeño burgueses con ideología de pequeños productores en competencia en el mercado con propuestas de reforma de la moneda y control de la concentración y que llegaron a llamarse a sí mismos anarquistas, y los anarco-comunistas, que comparten el objetivo libertario del socialismo. Efectivamente yo no me preocupo mucho por las biografías de los hombres que nos han precedido, cuando de lo que se trata es de encontrar una vía científica para el estudio y transformación de la realidad. Si hoy en día se recopilaran las cartas y los mensajes electrónicos de cualquiera de nosotros, podemos imaginar resultados infelices sin excepción.

  4. Fran dijo:

    Sobre el vanguardismo elitismo, te recomiendo, si no la conoces, la lectura de Rober Michells acerca de la Ley de hierro de los partidos políticos. El anarquismo en España tiene muchas sombras también, ( y sus luces por supuesto) durante la guerra civil destruyeron una cantidad de patrimonio artístico e histórico brutal, y daban matarile con bastante facilidad por los pueblos que pasaban ( había mucho sectarismo también) . El poder va a estar ahí siempre, la cuestión como lo gestionamos, como lo repartimos y hasta que punto se puede democratizar.

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